Es el segundo personaje de Adviento. Su ayuno, su ascetismo y su oración en la soledad del desierto son un estímulo para los que quieren acoger al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Bien encarna, por lo tanto, el espíritu de Adviento.
Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez. .
Juan es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre las promesas y su cumplimiento. Es el último de los profetas de Israel, anuncia, como ellos, la llegada del Mesías, invitando a la conversión. Y el primero de los evangelistas,da testimonio de que el Mesías ya ha venido, señalándolo entre los hombres. Después de varios años de retiro y soledad, comenzó su tarea de predicación. Muchos lo escucharon y se acercaron al río para participar en el rito penitencial que él proponía. Insistía en que la urgencia de la conversión estaba motivada por la llegada inminente del reino de Dios, tantas veces anunciado por los profetas. Supo reconocer al Mesías y dar testimonio de Él.
Quizás su testimonio más significativo sea el que da poco antes de morir, cuando manda mensajeros a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). La franqueza de la pregunta es la garantía de su seriedad. Juan se encuentra al final de su existencia, caracterizada por las privaciones.
La respuesta de Cristo sirve para confirmarle en la fe y para ponerle un nuevo reto: «Contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio, y ¡dichosos los que no se escandalicen de mí!» (Lc 7,22-23). Efectivamente, se han cumplido las palabras de Isaías, que indicaban las señales de los días últimos. Si el bien vence sobre el mal y la buena noticia se anuncia a los anawin (hombres pobres, cuya riqueza es tener a Dios creyendo radicalmente en Él, y teniéndolo en su ser), al resto humilde de Israel que confiaba en las promesas de Dios y esperaba su realización, es porque han llegado los días de la salvación.
Quizás su testimonio más significativo sea el que da poco antes de morir, cuando manda mensajeros a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). La franqueza de la pregunta es la garantía de su seriedad. Juan se encuentra al final de su existencia, caracterizada por las privaciones.
La respuesta de Cristo sirve para confirmarle en la fe y para ponerle un nuevo reto: «Contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio, y ¡dichosos los que no se escandalicen de mí!» (Lc 7,22-23). Efectivamente, se han cumplido las palabras de Isaías, que indicaban las señales de los días últimos. Si el bien vence sobre el mal y la buena noticia se anuncia a los anawin (hombres pobres, cuya riqueza es tener a Dios creyendo radicalmente en Él, y teniéndolo en su ser), al resto humilde de Israel que confiaba en las promesas de Dios y esperaba su realización, es porque han llegado los días de la salvación.
Cuando los embajadores de Juan se retiran, Jesús dice que éste no era «una caña batida por el viento», es decir: un hombre sin raíces ni convicciones, sino un profeta, «e incluso más que un profeta». Juan conocía las obras de Jesús, pero en cierto momento duda de que Él se ajustara a la figura de Mesías que sus contemporáneos esperaban, por lo que corre el riesgo de «escandalizarse». Efectivamente, con Jesús irrumpe en el mundo la novedad de Dios, que cumple las promesas del Antiguo Testamento superándolas, que va más allá de nuestras expectativas, que rompe nuestros esquemas, que nos obliga a hacernos pequeños para ver, más allá de las apariencias, los signos que muestran que Jesús es el que vino, el que vendrá, el que está viniendo. Jesús invita a creer no solo cuando Dios se adapta a nuestras ideas sino, especialmente, cuando las rompe. Precisamente Juan Bautista, que dará el testimonio supremo al derramar su sangre, se convierte en figura de Jesús, que nos salva por medio del anonadamiento y del don total de sí. El Adviento de Dios sigue aconteciendo en la humildad. Él viene a los corazones de aquellos que no se dejan escandalizar por el hecho de que Dios no se presente como ellos deseaban. Viene a los corazones de los que están abiertos a la perenne novedad de Dios, que nunca se encierra en los pensamientos y deseos de los hombres, por muy nobles que sean.
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