La alegría del Evangelio, bálsamo para los excluidos.
Hoy están muy presentes en la conversación de bastantes personas los términos «exclusión» y «marginación». Ambos son términos «relativos», porque están suponiendo que quien habla está «incluido» o se halla «dentro de los márgenes». ¿Quién sitúa dentro o fuera? ¿Qué significa propiamente dentro o fuera? El Papa Francisco suele hablar de «periferias existenciales», en referencia a quienes están fuera de nuestro campo de atención o del alcance de la acción actual de la Iglesia y de los cristianos. Puede haber marginación social a causa de la pobreza, pero también puede haber marginación de muchas personas que viven lejos de la vida cristiana y a las que el Evangelio no ha llegado porque la Iglesia, demasiado encerrada en sí misma, no ha salido a ofrecérselo.
Miramos a nuestro alrededor y encontramos estas dos graves exclusiones: la de muchos pobres, a los que la sociedad «descarta» por su situación y por el propio egoísmo de los que están mejor; y la de otras personas, quizá bautizadas en su mayoría, pero que han optado por vivir excluyendo a Dios de sus vidas, o que viven situaciones irregulares en las que la Iglesia no les ofrece ninguna salida. ¿Tiene el Evangelio una palabra para estos excluidos?
La respuesta cristiana solo puede brotar de la unión con Cristo: «Si ahora todos participamos del mismo pan y nos convertimos en la misma sustancia, ¿por qué no mostramos todos la misma caridad? ¿Por qué, por lo mismo, no nos convertimos en un todo único?... Oh hombre, ha sido Cristo quien vino a tu encuentro, a ti que estabas tan lejos de Él, para unirse a ti; y ¿tú no quieres unirte a tu hermano?» (San Juan Crisóstomo, Homilía 24 sobre la Primera Carta a los Corintios, 2).
2. Lectura cristiana de la exclusión
“Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano que vive en la calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes» (EG 53).
A los creyentes no solo debe preocuparnos esta injusticia descrita por el Papa, que contradice a la justicia del Evangelio, sino también la injusticia de que estas personas estén también excluidas de la alegría del Evangelio, porque la Iglesia no sale a ofrecérselo. Todos los que formamos parte de la Iglesia somos, por tanto, de alguna manera responsables de esta exclusión. Este dolor de nuestra tierra, de nuestra gente, toca a toda la creación, como nos dice san Pablo: «Pues sabemos que la creación entera, gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23). Nuestra respuesta es hacer de buen samaritano para curar las heridas de los más pobres y de los que sufren: «Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y al verle tuvo compasión;y acercándose vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino;y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él» (Lc 10,33-34).
La primera quiere responder a la situación de exclusión. Ninguna persona tiene por qué ser excluida de la mesa del bienestar y del reconocimiento de su dignidad esencial como ser humano. Toda exclusión es una injusticia. Y contra esa injusticia es necesario luchar para que desaparezca. La Evangelii gaudium ofrece criterios y orientaciones muy valiosas para caminar en esta dirección: “estamos llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres” (187); “La llamada de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6, 37), implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias concretas que encontramos” (188); “La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada (…) Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles” (189). “En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres” (191).
La segunda vía de respuesta tiene que ver con la «inclusión» de los pobres en la vida de cada cristiano y de las comunidades eclesiales. “El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que Él mismo «se hizo pobre» (2Cor 8,9)” (197). “Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia» (198). “A los miembros de la Iglesia Católica quiero expresarles con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (200).
El testimonio de la Madre Teresa de Calcuta recoge bien estas dos vías:
«Veo a Jesús en todas las personas, especialmente en los pobres y en los que sufren. Los pobres necesitan nuestra ayuda y asistencia... Tiene poco, o nada, pero dan mucho, lo dan todo... La paz vendrá al mundo a través de los pobres, porque sufren mucho... Los pobres son nuestra oración. Ellos llevan a Dios consigo. Jesús dijo en la cruz: "Tengo sed". No era una sed de agua, sino de amor. El objetivo que perseguimos es apagar la sed... Muchas personas, que tienen mucho, están sedientos de amor; quieren ser comprendidas y reconocidas como hermanas nuestras... En ocasiones, el Señor sufrió realmente la pobreza... En la cruz fue despojado de todo. La misma cruz se la había dado Pilato. Los clavos y la corona se los dieron los soldados. Fue desnudado... Fue envuelto en una sábana donada por un testigo compasivo y fue sepultado en un sepulcro que no era suyo... Eligió la pobreza porque sabía que éste era el auténtico medio para poseer a Dios y para traer el amor de Dios a la tierra... Creo que quienes están apegados a las riquezas, quienes están preocupados por la riqueza, son, en realidad, muy pobres. Pero si ponen su dinero al servicio de los demás, son ricos, muy ricos... Nosotras amamos y ayudamos a todos los pobres, material y espiritualmente, porque solo de esta manera podemos ser fieles a Jesús, amando y ayudando a nuestro prójimo» (Escritos esenciales, Sal Terrae, Santander 2002,148s).
4. Conclusión
Resumiendo todo lo expuesto, y teniendo ante los ojos la situación actual de nuestro país, de nuestra Iglesia y de nuestras parroquias, sentimos la urgencia de despertar a esta conciencia y a esta sensibilidad por los excluidos, por los marginados, por los que habitan las periferias existenciales. Estamos demasiado acostumbrados a ser una Iglesia «autorreferencial» (que se mira a sí misma) y necesitamos romper este círculo vicioso. Recordamos la feliz expresión de Pablo VI: "La Iglesia existe para evangelizar” (EN 14) y, por supuesto, las palabras del propio Jesús en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí… me ha enviado para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18), o el testimonio que Él da de sí mismo a los discípulos de Juan: «los pobres son evangelizados» (Lc 7,22).
El Evangelio anunciado por unos cristianos convencidos y alegres y por unas comunidades abiertas y fraternales será, en verdad, un verdadero gozo y una oferta de esperanza a tantos excluidos de nuestra sociedad, si entramos en esta dinámica de conversión personal, comunitaria y pastoral a la que la Exhortación del Papa Francisco nos está llamando.
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