Todo comenzó en Fátima, una humilde aldea escondida en la Sierra de Aire (centro de
Portugal), cuando en 1917 la Madre de Jesús habló a tres niños: a Lucía de 10
años, a Francisco de 8 años y a Jacinta de 7 años, unos humildes pastorcitos
que vivían en un pueblecito cerca de Fátima. Los
padres de Lucía eran Antonio de los Santos y María Rosa; los de Francisco y
Jacinta, que eran hermanos, eran Manuel Marto y Olimpia de Jesús. Vivían todos
en Aljustrel, un pueblecito a 2
Km. de Fátima, donde las personas en su mayoría eran
pastores o pequeños agricultores. Lucía,
Francisco y Jacinta eran primos y les gustaba mucho jugar y estar juntos.
Lucía tenía aspecto y facciones un poco rudas,
la piel tostada por el sol y el aire fuerte de la sierra
y la mirada un poco seria; sin embargo, tenía un corazón de oro. Era
bondadosa y obediente, inteligente y sobre todo muy cariñosa, tan buena y
cariñosa que todos la querían mucho.
Aprendió
el catecismo con su madre, que se lo enseñaba durante las horas de la siesta en
el verano y después de la cena en el invierno. Hizo la Primera Comunión
a los 6 años y nunca más olvidó lo que le dijo su madre en aquella ocasión: "sobre
todo, pide a Nuestro Señor que haga de ti una santa". Las mujeres de Aljustrel,
cuando iban a trabajar al campo o cuando estaban enfermas, le pedían que
cuidasen de sus hijos más pequeños. Le
gustaba mucho ir con sus hermanas mayores a las fiestas, a la vendimia, a
recoger aceitunas, sobre todo si había baile. Cuando cumplió los 7 años, sus padres
le confiaron el pastoreo del rebaño. En
la sierra había muchos pastores, pero Lucía pronto decidió escoger como
compañeros a sus primos Francisco y Jacinta.
Francisco tenía la carita redonda, ojos castaños, pelo claro y suave; de alma pura y corazón
tierno. Era poco hablador, pacífico y muy amable.
Como
a todos los niños, a Francisco le gustaba
jugar, pero pocos querían jugar con él, porque casi siempre perdía. Le
gustaba mucho los juegos de cartas, sobre todo la brisca.
Admiraba
la hermosura de la naturaleza; se quedaba embobado ante la belleza de un
amanecer o una puesta de sol. Amaba la música y se pasaba horas y horas tocando
su gaita de caña, sentado en la roca más alta del cerro. Quería
mucho a los animales, aunque sus animales favoritos eran los pajarillos.
Un día, vio que un compañero suyo tenía uno entre las manos y
Francisco le pidió compadecido y triste que lo soltara. Pero como el chico se
negó a soltarlo, le dio una moneda para que lo dejase en libertad. Después,
cuando lo vio volar aplaudiendo alegremente le gritó: ¡Ten cuidadito pajarillo,
no te dejes atrapar otra vez!
Como su hermano Francisco, Jacinta era guapita de cara, tenía los ojos cristalinos y vivaces, su boquita era pequeña; y tenía una figura elegante. Era muy delicada y extremadamente sensible, por eso, poco le bastaba para enfadarse. Le unía una gran amistad con su prima Lucía; sólo quería jugar con ella. En el silencio de los cerros o de los valles encontraba su lugar favorito para rezar. A Jacinta le gustaban mucho las flores y sus ovejitas; a cada una le había puesto un nombre: la Paloma, la Mansa, la Estrella, la Blanquita…, los nombres más bonitos que conocía. Con los corderitos mostraba una gran dulzura y ternura: se los ponía en su falda, los abrazaba, y al anochecer, cuando volvían para casa, se los ponía a los hombros para que no se cansasen. Un día, por el
camino de la sierra de regreso a casa, se metió en medio del rebaño y su prima
Lucía le preguntó: Jacinta ¿por qué te metes ahí entre las ovejas? Y Jacinta le
respondió: ¡Para hacer como Nuestro Señor! ¿Te acuerdas de la estampita que me
dieron? Él también está así, entre muchas ovejas y lleva una a los hombros.
Todas las mañanas tempranito, los tres pastorcitos salían con el rebaño y con su merienda en la bolsa. Aquel día, el sol apareció triste. Poco después comenzaba a chispear, y temiendo que aquella llovizna persistiese, buscaron refugio entre las piedras de la cuesta del Cabeço. De repente, se levantó un viento extraño; los tres miraron asustados y vieron un gran resplandor acercándose a ellos, cada vez más fuerte, cada vez más luminoso… Era un Ángel que bajaba hacia dónde ellos estaban. El ángel les dijo: No temáis pequeños, soy el Ángel de la Paz, orad conmigo: "Dios mío yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman". Los corazones de Jesús y de María están atentos a vuestras súplicas. Después el Ángel desapareció. El Mensajero del Cielo se apareció otras dos veces a los pastorcitos, invitándolos a rezar y a ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores. En la última aparición el Ángel dio la Comunión a Lucía, a Francisco y a Jacinta.
Era cerca del mediodía, en aquel día, 13 de mayo de 1917. Lucía, Francisco y Jacinta guardaban sus rebaños en lo alto del cerro de Cova de Iria. De repente, vieron como un relámpago caía y se asustaron mucho. Lucía les dijo a sus primos: Será mejor que nos vayamos para casa. Y así hicieron. Cuando llegaron a media cuesta, vieron otro relámpago, y más adelante, enfrente, sobre una pequeña encina, estaba una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol.
-No tengáis miedo, yo no os hago daño.-dijo la Señora.
-¿De dónde es usted?- preguntó Lucía.
-Soy del Cielo.
-¿Y qué es lo que usted quiere de nosotros?
- Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13, a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. La Señora vestida de blanco les preguntó después, si querían sacrificarse por los pecadores, pidió que rezasen todos los días el rosario y les anunció que tendrían mucho que sufrir. Y los pastorcitos fueron fieles al pedido de la Señora.Una vez que llegaron a casa, Jacinta fue la primera en contar lo que había sucedido:
-¡Madre, hoy vi a la Virgen en la Cova de Iría!
-¡Seguramente, hija! ¡Eres tan santita como para ver a Nuestra Señora!-respondió su madre incrédula.
De igual modo, Lucía contó lo que había sucedido, pero su madre María Rosa, tampoco la creía y recurrió a todos los medios posibles para que Lucía afirmase que no era verdad. Nadie los creía.
Un pobre hombre que se burlaba de los pastorcitos preguntó un día a la madre de Lucía:
-Entonces, tía María Rosa, ¿qué me dice de las visiones de su hija?
-Yo no sé- respondió.
El párroco de Fátima, después de un interrogatorio a los pastorcitos, moviendo la cabeza dijo: ¡Esto puede ser un engaño del demonio!
Un día apareció en Aljustrel el alcalde de Villa Nueva de Ourém, dispuesto a acabar con todo aquello. Consiguió engañar a los niños y los llevó a la cárcel. Pero los tres se mantuvieron firmes, incluso ante las amenazas con que el alcalde les intimidaba. En todos los momentos difíciles, los pastorcitos recordaban las palabras de la Virgen: "Tendréis mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza."
Finalmente, dejaron libres a los pastorcitos, pero continuaba sin creerles nadie…
Los pastorcitos tomaron en serio la oración y el sacrificio por la conversión de los pecadores.
-Jacinta, ven a jugar- le dijo un día Lucía.
-No, hoy no quiero jugar-dijo su prima. -¿Por qué?-le preguntó Lucía
-Porque estoy pensando en la recomendación que aquella Señora nos hizo, que rezásemos el rosario e hiciésemos sacrificios- respondió Jacinta.
Francisco después de la primera aparición había exclamado lleno de alegría:
-¡Oh Señora mía, rosarios, rezo cuantos queráis!
Y muchas veces Lucía y Jacinta lo encontraban escondido detrás de una pared rezando.
Había por allí unos niños muy pobres que andaban pidiendo limosna de puerta en puerta. Un día al verlos, Jacinta les dijo a Francisco y a Lucía: ¡Demos nuestra merienda a aquellos pobrecitos! Desde entonces, la merienda de los pastorcitos se redujo a piñones, moras, fruta caída de los árboles y aceitunas verdes y amargas.
En las horas de fuerte calor, la sed era una tortura.
-¡Ah que bien!-decía Jacinta-tengo tanta sed, pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores.
En el mes de julio, la Virgen les dijo: "En octubre haré un milagro para que todos crean".
Lucía repetía estas palabras a todos los que la interrogaban. Y llegó el 13 de octubre. De los alrededores y de muy lejos llegaron millares de personas; todos querían ver el milagro anunciado. Era el mediodía, cuando Lucía gritó de repente: ¡Cállense! ¡Ya viene la Señora¡
El rostro de los pastorcitos se transformó, y una nubecilla blanca los envolvió.
-¿Qué es lo que usted quiere de mi?-preguntó Lucía.
-Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mi honor. Yo soy la Virgen del Rosario de Fátima, continúen rezando el rosario todos los días. Es necesario que las personas se hagan buenas y dejen de pecar, que pidan perdón por sus pecados, y que no ofendan más a Nuestro Señor que ya está muy ofendido. -¿No quiere nada más de mi?- preguntó Lucía. –No quiero nada más.
Y la Virgen del Rosario de Fátima se despidió de sus tres amiguitos.
-¡Por allí va, por allí va!... ¡Miren al sol! –gritó Lucía.
Millares de personas vieron entonces como el sol giraba, se paraba y volvía a girar. Después, pareció que se desprendía del cielo y que caía sobre la multitud. La gente gritaba asustada:
-¡Ay Jesús, que morimos todos! ¡Virgen Santa, ayudadnos!
Por fin el sol se paró y todos dieron un gran suspiro de alivio; por todas partes se oía gritar:
-¡Milagro! ¡Milagro!
En la aparición de junio, la Virgen había prometido que muy pronto se llevaría al Cielo a Francisco y a Jacinta. Los dos cayeron enfermos meses más tarde, cuando una terrible epidemia- la gripe neumónica-se extendió por todo Portugal. Durante la enfermedad, Francisco nunca se quejaba, estaba contento de sufrir por la conversión de los pecadores.
Aceptaba todas las medicinas que le daban, incluso las más amargas. Sus padres creían que conseguiría superar la enfermedad, pero Francisco continuamente repetía que la Virgen no tardaría en llevárselo.
-Estoy muy malito, Lucía, ya me falta poco para ir al Cielo.
-Entonces, escucha! No te olvides de pedir mucho por los pecadores…, por el Santo Padre, por Jacinta y por mí…
-Sí, yo pido, pero mira, esas cosas es mejor que se las pidas a Jacinta porque yo tengo miedo de olvidarme de todo cuando vea a Nuestro Señor. Y además, yo quiero sobretodo consolarle. Verdaderamente, Francisco estaba muy mal. Pidió a su padre que fuese a llamar al párroco; poco después el pastorcito se confesaba y al día siguiente hizo su primera y última comunión. Hacía las 10 de la mañana del 4 de abril de 1919, Francisco dice a su madre:
¡Mire, madre, qué luz tan bonita, allí, al pie de la puerta!
Era la hermosa Señora de Cova de Iría que venía a buscar a su pastorcito. La muerte de su hermano dejó a Jacinta profundamente impresionada. Pasaba horas y horas sumergida en una gran tristeza. Se le abrió una herida al lado izquierdo que la hacía sufrir mucho y que ni dormir la dejaba.
A primeros de julio de 1919, su padre la llevó al hospital de Vila Nova de Ourém. El tratamiento no dio resultado alguno, y la enfermita volvió para casa a finales de agosto. La herida se infectó y la pobre niña se consumía día a día. Lucía la visitaba con frecuencia.
-Lucía ¿hoy has comulgado?-preguntó Jacinta. -Sí, he comulgado-contesto ésta.
-Entonces, ven aquí, junto a mí, que tienes en tu corazón a Jesús escondido… Me falta ya muy poco para ir al Cielo. Tú te quedas aquí para decirle a la gente que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María.
Un médico de Lisboa, convenció a los padres de Jacinta para que la llevasen a la capital donde sería tratada convenientemente. Internada en el hospital de D. Estefania fue sometida a una operación; pero no hubo mejoría. -¡Ay Nuestra Señora! ¡Ay Nuestra Señora!- era su único lamento. Y otras veces decía: -Paciencia, todos tenemos que sufrir para ir al Cielo.
Llegó el 20 de febrero, hacía las 6 de la tarde, la pequeñita comenzó a sentirse muy mal.
Pidió recibir una vez más a su Jesús. A las 10:30 de la noche, suavemente, sin agonía, el alma de la pastorcita dejaba este mundo y entraba en el cielo de la mano de la Virgen del Rosario de Fátima; y allí se reunió con su hermano Francisco. Desde el cielo en forma de ángeles velan y cuidan por todos nosotros.